Violencia machista y valentía para ser sociales

El Día internacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres nos brinda anualmente a las instituciones que, como el Ararteko, tenemos encomendada la defensa de los derechos de las personas, una ocasión singular para detenernos a reflexionar -y a hacer partícipe de esta reflexión a toda la sociedad- sobre cómo erradicar esta lacra espeluznante, que constituye la más grave vulneración de derechos que, desgraciadamente, padecen las mujeres todavía hoy en nuestra sociedad.

Ante una cifra de 69 mujeres muertas en lo que va de año en España -que puede haber aumentado en el momento en que se publique este artículo-, cabe plantearse si son suficientes los medios públicos que, en general, se están poniendo al servicio de la erradicación de la violencia contra las mujeres. No se trata de exponer aquí la enorme cantidad de medidas que en los últimos años están emprendiendo los diferentes poderes públicos para hacer efectivo este urgente objetivo, pero ello nos daría cuenta de la innegable voluntad de los responsables políticos, y agentes públicos en general, de poner fin a esta cruel carrera de muertes y vidas destruidas.

Leyes y normas de calado han sido promulgadas en períodos recientes con este objetivo, medidas reguladoras que pretenden reaccionar contra esta inaceptable violación de los derechos de las mujeres, su derecho a la vida, a la integridad física y moral, su derecho a la dignidad, a la libertad, su derecho a la igualdad. Muchas de estas medidas, que han sido emprendidas desde muy diferentes niveles, buscan mejorar la calidad de los servicios de atención a las mujeres víctimas de violencia, profesionalizarlos, coordinar a las distintas instituciones que pueden intervenir para evitar este lastre social, evaluar la efectividad de los resultados, atajar y perseguir los actos de agresión física o moral contra las mujeres, apoyar con recursos públicos su salida del túnel negro de la violencia, prevenir la violencia contra las mujeres. Existen, hoy y aquí, en Euskadi, multitud de instrumentos públicos que persiguen, en definitiva, la eliminación de este fenómeno universal, que se manifiesta igualmente en sociedades con un alto grado de desarrollo cultural, político y económico, como la nuestra.

Sin embargo, aun tratándose de instrumentos indispensables, que sólo podemos aplaudir y valorar como altamente necesarios, parece claro que no están bastando, ya sea, tal vez, porque no han producido aún los resultados deseados -que indudablemente pueden requerir su tiempo-, o porque, aunque el prisma de actuación es global y abarca también la prevención, el énfasis de las medidas de intervención pública se ha puesto primariamente, sobre todo, en la respuesta reactiva ante la violencia (pensemos particularmente en las medias penales). Es, desde luego, absolutamente necesario que, cada vez que muere una mujer, revisemos cómo han funcionado estos mecanismos, por qué ha fracasado nuestro sistema, e incorporemos esta reflexión al debate social, de manera que todos los poderes públicos, pero también la ciudadanía hagamos, el ejercicio de repensar y evaluar constantemente los instrumentos de respuesta de los que nos hemos dotado.

El diseño de estos instrumentos parte, en la mayoría de los casos, de premisas acertadas, sentadas, en particular, en las leyes que postulan la igualdad de mujeres y hombres como paradigma que es preciso hacer realidad, pero su implementación se dirige con mayor intensidad -en parte, compelida por la lógica de la urgencia- a dar una respuesta ante la violencia cuando ésta ya se está produciendo. Por ello, no podemos dejar de dirigir nuestra reflexión a preguntarnos qué podemos hacer para anticiparnos a los actos de violencia, para remediar, en definitiva, esa causa persistente -ya diagnosticada, como la desigualdad de mujeres y hombres- de esta enfermedad social endémica y asesina. Preguntarnos por qué siguen las mujeres muriendo, víctimas de la agresión machista, nos conduce inevitablemente a constatar que nuestra sociedad, lamentablemente, no ha sido capaz aún de interiorizar de forma suficiente ese cambio de valores hacia la igualdad de mujeres y hombres que las leyes ya preconizan. Para ello es preciso, que toda la sociedad entienda que la violencia ejercida contra una mujer no es sólo un acto individual, sino que se trata de una manifestación, la más dolorosa e inaceptable -la más terrorífica-, de una situación estructural de desigualdad y discriminación de las mujeres, y que, en esa medida, trasciende de la víctima concreta: todas las mujeres son víctimas simbólicas de cada agresión que tiene lugar contra una mujer individual.

Esta situación de desigualdad persistente y firmemente anclada en los pilares de nuestra organización social se deriva de una concepción del mundo (que llamamos machista o patriarcal) que entiende que el centro del universo, el sujeto protagonista de todas las cosas, es el hombre, a consecuencia de lo cual, las relaciones entre hombres y mujeres, y las relaciones humanas en general, se definen desde la subordinación de las mujeres hacia los hombres. La violencia contra las mujeres aparece así como la expresión final de ese poder superior del varón respecto a la mujer, que sería la última ratio de todo acto de violencia machista.

Hoy sabemos, gracias a las aportaciones del feminismo, que sólo cambiando esa concepción del mundo podremos acabar con los actos de violencia contra las mujeres. Y ese cambio, esa profunda transformación de los valores, por la que ya apuestan las más recientes normas e iniciativas públicas en materia de igualdad, debe calar en lo más profundo del tejido social y pasa por cuestionar el modelo no igualitario de relaciones, por crear nuevas referencias, planteando la plena corresponsabilidad de los hombres en las tareas de cuidado y atención a otras personas, por cuestionar el modelo dominante de masculinidad, por empoderar a las mujeres y a las niñas para ser sujetos plenamente protagonistas del devenir social, por combatir firmemente y sin ambages todas las expresiones culturales, simbólicas, religiosas, ideológicas y de toda índole que se sustenten en esa concepción sexista de las relaciones humanas y del mundo.

Sólo logrando que, cada vez que nace una niña, ésta pueda saber que el futuro es tan suyo como el de un niño, que es soberana incuestionable de su propia vida, podremos asegurar que esa niña no será una víctima, no ya insultada, marginada, discriminada, maltratada, violada, sino incluso asesinada por un hombre. Los instrumentos públicos tienen que ponerse con toda la fuerza posible al servicio de esta idea de profunda transformación de los valores. La educación, la sensibilización, la creación de nuevos modelos de relaciones humanas, la conciliación del trabajo y la vida privada, la erradicación de la ideología machista en la estructuración misma de la sociedad son la única vía. Ésta debe emprenderse sin miedo, porque los hombres deben descubrir que la pérdida de los privilegios que aún ostentan es una ganancia personal que puede enriquecer sus vidas de un modo para muchos todavía inimaginable. Atreverse con valentía a encarar la igualdad en todos los ámbitos; éste es el camino. Y para recorrerlo hace falta la complicidad consciente de toda la sociedad.

Iñigo Lamarca Iturbe
Ararteko